Contempló el cielo, otrora azul,
ahora rojo, teñido del color del
atardecer. Contempló ese mágico momento en que el sol y la luna, la tierra y el
cielo se fusionan en uno sólo. Contempló
en las estrellas cuál era su futuro. Miró más allá de las estrellas y la luna,
lo que el firmamento mismo quería enseñarle y vio sus manos, otrora vacías,
ahora llenas de monedas.
Monedas de acero, monedas de oro.
Monedas que introdujo en la tierra como semillas para que germinasen y diesen
sus frutos. Contempló cómo sus frutos fueron hermosos árboles, cómo esos
árboles expandieron sus raíces nutriéndose y cómo de esas raíces nació un
tronco fuerte pero flexible, capaz de amoldarse al viento y a la fuerza que la
luna y las mareas pudiesen influir sobre
él.
Contempló cómo del tronco nacieron ramas que subían en busca de la sabiduría que
daba el cielo y cómo esas ramas cubrían y protegían a todos aquellos que a ellos se
acercaban y contempló cómo de esas ramas nacieron frutos. Contempló cómo esos
frutos eran de acero y oro, del acero
del coraje y el oro de la sabiduría , que son las monedas que el universo
acepta, las monedas en las que retribuimos nuestro camino, el peaje de toda
evolución, el peaje que nuestro camino exige. Porque el amor como lenguaje
universal, no es una moneda de cambio, es algo que se entrega de una forma
generosa, sin exigir, sin pedir nada, ninguna retribución.
Sin embargo el acero, el oro, es una
retribución justa para la evolución que nuestro camino, exige para la evolución
que nuestro camino nos premia.
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