sábado, 11 de febrero de 2017

Frutos de acero y oro

Contempló el cielo, otrora azul, ahora rojo, teñido del color  del atardecer. Contempló ese mágico momento en que el sol y la luna, la tierra y el cielo se fusionan en uno sólo.  Contempló en las estrellas cuál era su futuro. Miró más allá de las estrellas y la luna, lo que el firmamento mismo quería enseñarle y vio sus manos, otrora vacías, ahora llenas de monedas.
Monedas de acero, monedas de oro. Monedas que introdujo en la tierra como semillas para que germinasen y diesen sus frutos. Contempló cómo sus frutos fueron hermosos árboles, cómo esos árboles expandieron sus raíces nutriéndose y cómo de esas raíces nació un tronco fuerte pero flexible, capaz de amoldarse al viento y a la fuerza que la luna y  las mareas pudiesen influir sobre él.
 Contempló cómo del tronco nacieron  ramas que subían en busca de la sabiduría que daba el cielo y cómo esas ramas cubrían  y protegían a todos aquellos que a ellos se acercaban y contempló cómo de esas ramas nacieron frutos. Contempló cómo esos frutos eran  de acero y oro, del acero del coraje y el oro de la sabiduría , que son las monedas que el universo acepta, las monedas en las que retribuimos nuestro camino, el peaje de toda evolución, el peaje que nuestro camino exige. Porque el amor como lenguaje universal, no es una moneda de cambio, es algo que se entrega de una forma generosa, sin exigir, sin pedir nada, ninguna retribución.
 Sin embargo el acero, el oro, es una retribución justa para la evolución que nuestro camino, exige para la evolución que nuestro camino nos premia.


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