Existía al sur de Copenhague, una pequeña zapatería, donde un
maestro artesano insistía en luchar contra el frío y la pobreza, contra el
hambre y la miseria, curtiendo, rematando, arreglando, los zapatos del barrio
que los clientes le traían. Tenía ese maestro artesano un pequeño aprendiz, un
niño de mirada traviesa y ojos vivos, manos inquietas y rápidas y firme
voluntad, un niño curioso cuyo mayor sueño era viajar por el mundo y descubrir
los múltiples secretos y maravillosos tesoros
que el mundo estaba dispuesto a entregarle.
Había cerca de esa
zapatería, una opulenta mansión donde un famoso compositor y una bella
bailarina criaban a sus múltiples hijos, donde la riqueza y la opulencia y la comida
y la bebida abundaban, donde una niña de cabellos rubios y ojos azules mirada tranquila y lánguida sonrisa, cómo la sociedad
imponía, ensayaba hora tras hora para
seguir los pasos de su madre y ser ella también una gran bailarina, que era el
sueño que su madre tenía. La niña ensayaba y ensayaba y en cada hora, en cada
paso, aspiraba a ganarse el cariño y afecto de sus padres y a conseguir algún
día que el camino del baile fuese su propio camino.
Mientras tanto el niño
cosía y remendaba, y arreglaba todo tipo de calzado, zapatos y botines, botas
de caña alta, botas de montar y extraños zapatos de punta estrecha y tacón
ancho que venían de otras partes de Europa y que traían los clientes más viajeros, afortunados
hombres y mujeres que podían viajar más allá de las fronteras de su tierra
natal.
Pronto la desdicha
llegó a la casa de la bailarina y el compositor. La desdicha ciega que no
diferencia entre el hombre rico y el pobre, entre el hombre sano y el enfermo,
que a veces golpea dos veces en la misma casa y muerde la carne hasta llegar a
las costillas. La desdicha entró, y entró en forma de enfermedad al principio.
Junto con la enfermedad vino la pobreza y vino también la muerte y la primera
que se fue, fue la madre. Una madre bailarina que dejó pronto de ser madre y de
ser bailarina. Y junto con la muerte vino la tristeza infinita, vino la
opresión y el silencio y las risas se apagaron en esa casa.
Junto a la entrada de la pobreza, llegó la salida de los
muebles, los enseres, los objetos de valor. Todo fue vendido. Y un día junto
con otras múltiples cosas, las zapatillas preferidas de la niña bailarina se vendieron. Unas zapatillas de fieltro rojo
y punta reforzada, suela fuerte, curtidas por el baile. Unas zapatillas que
simbolizaban todo aquello que esa niña deseaba haber sido. Y esas zapatillas se
vendieron en la zapatería de un modesto maestro artesano que tenía un niño
aprendiz, un niño que en silencio había contemplado más de una vez a una niña
rubia de ojos azules y mirada tranquila y sonrisa lánguida, que caminaba por la
calle una y otra vez.
Ese niño que pasaba las noches curtiendo y remendando todo
tipo de calzado a cambio de comida y techo y alguna pequeña moneda de cobre que
con esmero guardaba, pues le permitiría salir al mundo, a ese mundo que tanto
anhelaba y deseaba conocer, ese mundo que tantos secretos le revelaría. Y el
niño contempló las zapatillas y supo en el instante que las vio, que algún día
esas zapatillas serían suyas, y él con
una sonrisa tímida se las regalaría a esa niña de mirada de ojos azules y ella
agradecida le sonreiría, incluso le besaría en la mejilla y allí nacería una
historia de amor, bonita, tierna que daría un nuevo sentido a su vida.
Y así poco a poco el niño echaba cada vez más horas, más
puntadas, más zapatos. Y en cada minuto
se esclavizaba más a su destino. A un destino que no tenía por qué haber sido
suyo, pero él lo había convertido en propio. Y en cada puntada, en cada
remiendo iba convirtiéndose en zapatero
cuando él lo que quería era haber sido
viajero.
Nunca llegué a saber
si el niño llegó a adquirir esas zapatillas.
Nunca llegué a saber
si la niña las recibió.
Imagino que nunca llegué a saber todo esto porque
nada importa. Lo único que importa es que a veces el ego nos tiende trampas, a
veces las falsas promesas, las tiernas miradas, los besos, los miedos y los
temores nos alejan de lo que somos, de lo que estamos llamados a ser. A veces
nuestros trabajos, nuestros amigos, nuestros amantes, nuestras parejas,
nuestras familias, nos alejan del camino que
hubiésemos podido recorrer y que estaba llamado a ser recorrido. A veces
nuestros egos nos ponen vendas en los ojos
para que olvidemos el destino que queremos cumplir y nos esclavicemos a
nosotros mismos en caminos que no son nuestros. A veces las vanas ilusiones y
los falsos deseos nos conducen a caminos vacíos que no teníamos por qué haber
recorrido.
Eso es lo que aprendí siendo relojero en Copenhague.
Que del reloj vemos
dos agujas y pensamos que eso es todo, cuando en realidad la otra cara de la
moneda, la otra cara del reloj, es nuestra auténtica naturaleza y el engranaje
que determina el origen y el final, la posición exacta de las agujas, el
recorrido que hacen, su movimiento milimétricamente estudiado y el compás al
que se mueven. A veces lo que en un principio nos llama la atención, es lo más
superficial y nos aleja de nuestro verdadero camino. A veces el ego nos vende
espejismos que nos alejan de nuestro verdadero camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario