sábado, 11 de febrero de 2017

Zapaterillo


Existía al sur de Copenhague, una pequeña zapatería, donde un maestro artesano insistía en luchar contra el frío y la pobreza, contra el hambre y la miseria, curtiendo, rematando, arreglando, los zapatos del barrio que los clientes le traían. Tenía ese maestro artesano un pequeño aprendiz, un niño de mirada traviesa y ojos vivos, manos inquietas y rápidas y firme voluntad, un niño curioso cuyo mayor sueño era viajar por el mundo y descubrir los múltiples secretos y maravillosos tesoros  que el mundo estaba dispuesto a entregarle.
 Había cerca de esa zapatería, una opulenta mansión donde un famoso compositor y una bella bailarina criaban a sus múltiples hijos, donde la riqueza y la opulencia y la comida y la bebida abundaban, donde una niña de cabellos rubios y ojos azules mirada  tranquila y lánguida sonrisa, cómo la sociedad imponía, ensayaba hora tras hora  para seguir los pasos de su madre y ser ella también una gran bailarina, que era el sueño que su madre tenía. La niña ensayaba y ensayaba y en cada hora, en cada paso, aspiraba a ganarse el cariño y afecto de sus padres y a conseguir algún día que el camino del baile fuese su propio camino.
 Mientras tanto el niño cosía y remendaba, y arreglaba todo tipo de calzado, zapatos y botines, botas de caña alta, botas de montar y extraños zapatos de punta estrecha y tacón ancho que venían de otras partes de Europa y que  traían los clientes más viajeros, afortunados hombres y mujeres que podían viajar más allá de las fronteras de su tierra natal.
 Pronto la desdicha llegó a la casa de la bailarina y el compositor. La desdicha ciega que no diferencia entre el hombre rico y el pobre, entre el hombre sano y el enfermo, que a veces golpea dos veces en la misma casa y muerde la carne hasta llegar a las costillas. La desdicha entró, y entró en forma de enfermedad al principio. Junto con la enfermedad vino la pobreza y vino también la muerte y la primera que se fue, fue la madre. Una madre bailarina que dejó pronto de ser madre y de ser bailarina. Y junto con la muerte vino la tristeza infinita, vino la opresión y el silencio y las risas se apagaron en esa casa.
Junto a la entrada de la pobreza, llegó la salida de los muebles, los enseres, los objetos de valor. Todo fue vendido. Y un día junto con otras múltiples cosas, las zapatillas preferidas de la niña bailarina  se vendieron. Unas zapatillas de fieltro rojo y punta reforzada, suela fuerte, curtidas por el baile. Unas zapatillas que simbolizaban todo aquello que esa niña deseaba haber sido. Y esas zapatillas se vendieron en la zapatería de un modesto maestro artesano que tenía un niño aprendiz, un niño que en silencio había contemplado más de una vez a una niña rubia de ojos azules y mirada tranquila y sonrisa lánguida, que caminaba por la calle una y otra vez.
Ese niño que pasaba las noches curtiendo y remendando todo tipo de calzado a cambio de comida y techo y alguna pequeña moneda de cobre que con esmero guardaba, pues le permitiría salir al mundo, a ese mundo que tanto anhelaba y deseaba conocer, ese mundo que tantos secretos le revelaría. Y el niño contempló las zapatillas y supo en el instante que las vio, que algún día esas zapatillas  serían suyas, y él con una sonrisa tímida se las regalaría a esa niña de mirada de ojos azules y ella agradecida le sonreiría, incluso le besaría en la mejilla y allí nacería una historia de amor, bonita, tierna que daría un nuevo sentido a su vida.
Y así poco a poco el niño echaba cada vez más horas, más puntadas,  más zapatos. Y en cada minuto se esclavizaba más a su destino. A un destino que no tenía por qué haber sido suyo, pero él lo había convertido en propio. Y en cada puntada, en cada remiendo iba convirtiéndose en  zapatero cuando  él lo que quería era haber sido viajero.
 Nunca llegué a saber si el niño llegó a adquirir esas zapatillas.
 Nunca llegué a saber si la niña las recibió.
 Imagino  que nunca llegué a saber todo esto porque nada importa. Lo único que importa es que a veces el ego nos tiende trampas, a veces las falsas promesas, las tiernas miradas, los besos, los miedos y los temores nos alejan de lo que somos, de lo que estamos llamados a ser. A veces nuestros trabajos, nuestros amigos, nuestros amantes, nuestras parejas, nuestras familias, nos alejan del camino que  hubiésemos podido recorrer y que estaba llamado a ser recorrido. A veces nuestros egos nos ponen vendas en los ojos  para que olvidemos el destino que queremos cumplir y nos esclavicemos a nosotros mismos en caminos que no son nuestros. A veces las vanas ilusiones y los falsos deseos nos conducen a caminos vacíos que no teníamos por qué haber recorrido.
Eso es lo que aprendí siendo relojero en Copenhague.

 Que del reloj vemos dos agujas y pensamos que eso es todo, cuando en realidad la otra cara de la moneda, la otra cara del reloj, es nuestra auténtica naturaleza y el engranaje que determina el origen y el final, la posición exacta de las agujas, el recorrido que hacen, su movimiento milimétricamente estudiado y el compás al que se mueven. A veces lo que en un principio nos llama la atención, es lo más superficial y nos aleja de nuestro verdadero camino. A veces el ego nos vende espejismos que nos alejan de nuestro verdadero camino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario